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permite legitimar sus acciones, pese a que éstas quedan
fuera del discurso dominante y civilizador de la élite.
  En el último cuarto del siglo XIX, debemos recordar
que el ámbito político institucional estuvo marcado por la
lucha entre liberales y conservadores; pero ambos bandos
tenían como factor común el coincidir en el discurso sobre
el desarrollo: la necesidad de progreso para hacer de Chile
un país que fuese
moderno
y aplicase el discurso ilustrado,
que en aquel entonces era el ideal social en el que se
enmarcaban los esfuerzos de creación y unificación de una
nación en ciernes
2
. Esta ansiosa búsqueda por el progreso
y el desarrollo tenía su correlato en las excelentes cifras
económicas y en el ámbito de comercio. A su vez, existía una
estructura social tradicional, marcada por la hacienda como
sistema económico referencial y estructurante, resultando
de este esquema una fuerte división entre los diferentes
grupos sociales según la propiedad de los medios de
producción. El historiador Simon Collier agrega que si
bien existían divisiones dentro de la clase alta chilena, ésta
más bien actuaba en bloque y “compartía ciertos valores
comunes: sentido de superioridad social, visión despectiva
de las clases bajas, apego a la tenencia de tierra y un
reconocimiento de los derechos familiares”
3
. Este grupo
social dominante es quien [re]produce discursos y quien
articula y legitima los sentidos y posibilidades tanto morales
como normativos dentro de la sociedad de la época.
  Pero, ¿cuáles son dichos discursos oficiales? ¿Cuáles
son los valores y normatividades que legitiman la posición
de poder y desde los cuales se constituye la hegemonía de
ciertos idearios en particular? Aquí es importante detenernos
y hacer hincapié en el ya mencionado discurso de progreso
2.Collier, S (1998).
Historia de Chile 1808-1994
. Cambridge University
Press, Madrid.
3.Ibíd., p. 219.
y eficiencia, de la búsqueda del desarrollo material de la
nación. Toda interacción que esté fuera de dichos márgenes
pasa a formar parte de lo indeseado, de diferentes maneras:
se puede ser vago, ocioso, malentretenido, loco, prostituta,
escandaloso, entre varias otras categorizaciones, tal como
se ha sugerido desde el trabajo de Alejandra Araya
4
. Lo
que aquí nos interesa enfatizar es la idea que, si bien la
discursividad oficial marca y delimita pautas y sentidos, su
constante apropiación desde quienes no son parte de la
élite genera prácticas que quedan fuera o al otro lado de lo
deseable, que en este caso se encarna en lo civilizado, en
una república ordenada, que debería progresar indefinida y
exponencialmente. Esta promesa de progreso es siempre
inconclusa, dada la contradicción del discurso de la élite,
que por un lado añora un desarrollo sin límites, pero que
por otro, basa su poder y legitimidad en una estructura
social tradicional que se debe a la inmovilidad, a lo estático.
Por esta razón la ilusión de civilizarse es siempre eso, una
ficción basada en el mito de que dentro de la nación somos
todos iguales, invisibilizando las diferencias estructurales y
de posibilidad en la sociedad.
  Es por esto que hombres y mujeres que no se apegan
a la legitimidad del discurso oficial desarrollan su propia
métrica, sentido y lenguaje, quedando fuera del deber ser
social y criminalizados desde lo normativo, vaciados de
legitimación y castigados por carecer de ésta. Es justamente
esta noción de
lo marginal
, de ser un extraño en la propia
tierra la que emerge desde la homologación de criminalidad
y barbarie, con la idea que la falta de civilización trae consigo
el desorden, el caos, elementos que deben ser erradicados
de la naciente república. El ciudadano requerido para esta
construcción nacional es un sujeto educado, en términos
ilustrados, es decir, que anteponga la razón en todo criterio y
que busque desarrollarla al máximo para poder convertirse en
4.Araya, A. (1999),
Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile
colonial
, Dibam, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago.
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