llas vaharadas siniestras emergió Viole-
ta, arrastrándose, las ropas desgarradas,
el cuerpo cubierto de cenizas y lodo,
con una guitarra desenfundada en la
mano. No había sufrido la menor heri-
da. Quise iniciar una monografía sobre
Violeta contando este episodio por dos
razones. De una parte, ilustra bien la
crucial realidad de nuestro país, con
sus inesperados sobresaltos, su gran
tragedia cotidiana, sus muertos de to-
dos los días, sus desnudos, sus dolori-
dos, sus sollozantes, sus temerosos, sus
insondables. Este sufrimiento ancestral
ha marcado por siglos toda aventura
creativa, toda digresión estética, ha pe-
netrado profundamente el sueño y las
ensoñaciones, ha forjado la costumbre
del drama. La tierra se devasta a sí mis-
ma tal y como el hombre devasta su
raza, su pueblo, su hermano-enemigo.
La furia militar es para nuestro pueblo,
oscuramente, un simple reflejo condi-
cionado de la furia telúrica: enemigos
que hay que combatir siempre, puesto
que ambos coexisten desde antes de
nuestro primer vagido histórico. De
aquí nace el hábito de la lucha, veni-
mos al mundo educados en la catás-
trofe repetida, somos en cierto modo
los cónsules de la paciencia, los pleni-
potenciarios de la constancia, los con-
decorados de escombros, los receptores
de sangre, los soldadores de heridas, los
apagadores de sollozos, los constructo-
res obcecados de casas que caen por
oficio. Entre catástrofe y catástrofe, en-
tre masacre y masacre, la poesía se sien-
ta a reflexionar con su humo propio y
su propia vibración. Nos defendemos
con el verso cuando la naturaleza o el
hombre dispersan piedra y hueso.
De otra parte, ésta parece ser una de las
mejores pinturas del carácter de Viole-
ta, un carácter crucial y apocalíptico,
también, como tiene que ser, y más
que nada, una particularidad del mis-
mo que apenas se menciona: el humor,
a veces amplio y brillante, a veces agre-
sivo y sensible, y a veces negro y vo-
luntarioso. No hay, huelga explicarlo,
ninguna relación entre telegrama y ca-
taclismo. Violeta oyó por radioemisora
que el día anterior un sismo terrible
había dado por tierra con la mitad del
sur de Chile (hubo un cataclismo entre
Cauquenes y Valdivia el día 21, y otro
el día 22, entre Concepción y Chiloé).
Acosada por una sensación de vacío y
soledad, mirando las flacas nubes del
domingo resbalando túnel adentro
bajo el cielo del sur, la asaltó un repen-
tino deseo de provocación: ¿por qué no
desafiar a Dios para que continuara su
paciente trabajo de amedrentamiento,
su esmirriado y cruel oficio de selectivo
carnicero? ¿Por qué no rehacer todo de
una vez? ¿Por qué la agresión parcial y
no la totalidad? Nadie ha podido toda-
vía quebrar el corazón del hombre que
habita allí, cercado entre los Andes y el
Pacífico, entre el desierto y los hielos
rencorosos. Nadie se mueve de allí si
no lo matan, y aun así, muerto, pro-
longa decisivamente su permanencia.
Por eso el desafío iracundo de Violeta
me parece normal. Y normal la respues-
ta de la tierra, madre de Violeta.
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P.P. / Nº4 2017