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LA GUITARRA

En el año del centenario del nacimiento de

Violeta Parra, Patricio Manns, cantautor,

escritor y amigo cercano de la artista,

comparte aquí un fragmento de su libro

“Violeta Parra. La guitarra indócil”, próximo

a ser relanzado por editorial Lumen.

Vibraciones

Mirando las delgadas gaviotas que ara-

ñaban las nubes y la copa ondulante de

los árboles de la plaza, y en fin, el mo-

vimiento artesanal de la gente girando

contra las manecillas del reloj y contra

el viento, en el paseo público, la joven

receptora de la Oficina de Correos y Te-

légrafos de Puerto Montt ni siquiera re-

paró en la mujer que acababa de entrar.

Este gran enclave marítimo es el últi-

mo en ese sector de Chile continental

y se encuentra en el seno norte del gran

Golfo de Ancud, a mil kilómetros de

Santiago, capital del país. A partir de allí

comienza la fragmentación de la costa

y nace el laberinto de los canales, surge

la desmenuzada substancia de las islas,

islotes y peñones rocosos, la boca apre-

tada y blanca de los fiordos, caen al mar

los ríos salvajes y sus troncos flotantes,

se elevan los picachos inaccesibles, crece

una sola nube pesada y baja sombrean-

do de lluvia el litoral patagónico.

En épocas pretéritas —digo: cien años

atrás— fue fundado por Vicente Pérez

Rosales, quien radicó en lo que enton-

ces era selva impenetrable del sur, las

primeras familias de colonos alemanes

convocadas por el gobierno chileno

con el propósito de poblar las regiones

deshabitadas, importar conocimien-

tos tecnológicos y organizar la explo-

tación agrícola y maderera de la zona.

También, organizar la explotación,

el saqueo y la muerte de los indios.

Andando el tiempo, Puerto Montt

devino en una suerte de capital del

austro, sirviendo de punto de apoyo

a la expansión económica de los nue-

vos chilenos de origen hamburgués, y

a los numerosos cazadores de lobos y

pescadores aborígenes que operaban

en los canales marinos abiertos hacia

el sur. Antes de la apertura del Canal

de Panamá, recibía considerable flu-

jo de navíos procedentes de los diez

mil puntos cardinales, que se veían

forzados a doblar la esquina crucial

del Cabo de Hornos y más tarde atra-

vesar el Estrecho de Magallanes para

ingresar al Pacífico y tocar los puertos

comprendidos entre Punta Arenas y

Vancouver, en Canadá.

Aquel parecía un día normal. La ciu-

dad, con más de 60.000 habitantes, se

aprestaba a la siesta ritual de un día

festivo, despidiendo la mañana. Poca

o ninguna actividad en los barcos

atracados al malecón, la gente circu-

lando por avenidas y plazas, antes del

almuerzo, un cielo provisto de peque-

ñas nubes blancas entre jirones azules,

el viento maniobrando despacio y sin

provocaciones por el centro de mayo,

es decir, en la mitad del otoño de Chi-

le, el día 22, y el año 1960.

La visitante recorrió lenta e impacien-

te, de arriba a abajo, el pequeño hall

de recepción, como buscando alguna

cosa no muy especial ni muy impor-

tante. Hojeó los folletos de turismo,

arrugó formularios, miró por la venta-

na, suspiró cansándose. Era una mu-

jer de estatura regular, con un cálido

rostro moreno aceitunado, unos ojos

oscuros y profundos, cabellos negros

y lisos que descendían en una sola ola

de hebras sobre la espalda y un man-

INDÓCIL

FOTOS FELIPE POGA

P.23

Nº4 2017 / P.P.