—Yo hablaré con los compañeros —
prometió el jefe—. Iremos todos. Los
veré inmediatamente porque estamos
cerrando las oficinas. No se preocupe.
Violeta salió a la calle y se mezcló en
la espaciada multitud que continua-
ba girando despreocupada y conten-
ta bajo los árboles del paseo. El reloj
marcaba las 13:00 horas. Detuvo su
paso para escuchar la tonada de un
organillero ciego sobre la caja del ins-
trumento, un loro desvaído gritaba
incoherencias y obscenidades. La voz
del hombre invitaba a consultar las
tarjetas del destino que el pájaro re-
tiraba mecánicamente de un pequeño
paquete puesto de canto y ordenado
como un cárdex. Después prosiguió
su marcha rumbo al hotel, situado
una centena de pasos más allá, en un
ángulo de la plaza mayor.
Ciento quince minutos después, una
vasta porción geográfica de aproxi-
madamente 400.000 kilómetros cua-
drados entró en acción. El primero
y único aviso previo fue un remezón
corto y violento. Siguió un trueno
subterráneo. Luego la sacudida co-
menzó a crecer, a cobrar cuerpo, a
extenderse como un gigantesco tor-
bellino sobre la piel de esta parte del
planeta. El estremecimiento inicial de
los arbustos y árboles fue convirtién-
dose en un tremolar furioso; la tierra
ondulaba; gigantescas agujas de agua
de más de veinte metros de altura
(multiplicándose por cientos) salta-
ron en el mar; los ríos movieron sus
cuerpos apretados entre riberas que
amenazaban con ceder, y cedie-
ron; bloques de rocas gigantescas
iniciaron mortales rodados desde
las cumbres y faldeos precipitán-
dose sobre las tierras llanas. Tanto en
las regiones cordilleranas como en los
páramos litorales la tierra abrió grie-
tas mortales que masticaban y traga-
ban al modo de mandíbulas. Espesas
nubes de polvo alzaron sus columnas
por doquier y masas sueltas de arena
y piedras deslizaron sus apremios so-
bre carreteras y aguadas. El asfalto y la
grava de los caminos se partieron, los
bloques quedaban separados, fueron
arrojados a distancia, entrechocaron
con sonido tumultuoso. Los rieles de
las vías férreas —súbitamente toca-
dos por el latigazo— se arrugaron y
retorcieron, simplemente marchaban
con aspecto de siniestras serpientes de
acero y moho. Entre cielo y tierra res-
balaban truenos aterradores, truenos
que no cesaban nunca, y bajo los pies
millones de caballos al galope sacu-
dían al mundo. En algunos volcanes
crecieron ásperas lenguas de fuego.
Cayó ceniza sobre los campos. En las
bahías de menor profundidad,
ciertos cuerpos oscuros, se-
mejantes a ballenas, apa-
recían y desaparecían:
eran las arenas del fon-
do arrojadas contra la
superficie. Luego entró
en acción el mar,
que se retiró,
replegándose sobre sí mismo para
saltar después sobre los escombros,
arrancando las casas de cuajo y de-
rribando todas las últimas débiles
construcciones debidas a la mano del
hombre. Los barcos encallaron o pe-
netraron con el mar en los puertos.
La gente fue aplastada, quemada,
golpeada, ahogada sin misericordia.
Sobre los techos de las casas que flo-
taban en las correntadas, centenares,
miles de sobrevivientes presenciaban
un apocalipsis, uno de los habituales
apocalipsis chilenos. Más de 10.000
muertos y once provincias destruidas
fue el saldo del sismo.
Yo me encontraba pocos kilómetros
más al sur, en Ancud, capital de la
Isla Grande de Chiloé, uno de los 37
epicentros del terremoto y maremoto
de aquel 22 de mayo de 1960, pero
sólo años más tarde conocí esta histo-
ria. Cuando algunos miembros de la
delegación lograron salir a la calle,
vieron desplomarse el hotel ve-
cino en que alojaba la folklo-
rista. No cayó por partes, no
se derrumbó contra la calle:
se arrugó sobre sí mismo
hasta que sus cuatros pi-
sos destartalados quedaron
convertidos en un chato y
humeante montón de tablas
y clavos retorcidos impe-
cablemente acumulados
sobre la base, entre
nubes de polvo y gri-
tos. De entre aque-
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Nº4 2017 / P.P.