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tón de lana abrigando sus hombros.

Miraba con atención los rostros de

los pocos usuarios del servicio, cuya

sección telegráfica permanecía habi-

tualmente abierta hasta poco después

del mediodía, aun en circunstancias

tan especiales como un día festivo, en

razón directa con la escasez de medios

de comunicación que afecta a las re-

giones apartadas de Chile. Finalmente

se aproximó a la ventanilla.

—Buenos días. Quiero poner un tele-

grama —dijo con voz cansada y dulce.

La muchacha alargó en silencio la ru-

tina de la hoja impresa y aguardó sin

impaciencia reteniendo un bostezo.

Miró ausente cómo la mano garrapa-

teaba el mensaje, y luego, cuando la

mano acercó la hoja escrita a la suya,

leyó. Arrugó el ceño. Sobresaltada, in-

tentó ponerse a la defensiva.

—Señora, no es posible.

—¿Cómo que no es posible? ¿No es

éste el Telégrafo del Estado?

—Sí, lo es —repuso la joven— pero

si curso su mensaje puede costarme

el puesto.

La mujer tamborileó sobre el mesón

reflexionando.

—Déjeme hablar con el jefe de la sec-

ción —dijo.

—Eso sí —dijo la dependiente, sin-

tiéndose libre de responsabilidad.

Desapareció y poco después regresó

acompañada por un tipo. El hombre

tenía cara de provincia, un aire entre

bonachón y sabelotodo, estaba de ex-

celente humor y era más que evidente

que ya había puesto entre pecho y es-

palda algunos discretos vasos matuti-

nos. Se instaló frente a la demandante

con aire divertido, dispuesto, sin em-

bargo, a escuchar respetuosamente.

Conservaba en su mano el papel.

—¿Usted canta hoy día? Excúseme

—dijo, con una gran sonrisa plena de

amabilidad.

—Esta noche —respondió ella. ¿Us-

ted piensa ir a la función?

—Iré —aseguró el jefe de la sección—

sin ninguna duda iré. He visto los car-

teles pegados en todas partes. ¿Cuán-

tos días se quedan aquí?

—Dos o tres —dijo su interlocutora,

calculando—. Dos o tres, pero des-

pués regresaremos inmediatamente a

Santiago.

—Es muy bueno para nosotros, muy

bueno para la ciudad, para la provin-

cia, la visita de espectáculos culturales

—manifestó el jefe—. Dos o tres ve-

ces cada año se acuerdan de nosotros.

Esta es una zona muy aislada.

—Cuesta mucho venir —repuso

ella—. Las salas son pequeñas, la gen-

te prefiere las películas. A veces perde-

mos el tiempo miserablemente.

Luego hubo un silencio. Entonces el

jefe, avizorando el resquicio, decidió

entrar en materia cautamente.

—¿De qué se trata? —preguntó con

mucha solicitud.

—De ese telegrama que usted tiene

en las manos. Paseaba por la plaza y vi

abiertas las puertas del servicio. Deci-

dí poner un telegrama.

—Veamos —dijo el hombre, con aire

de conocedor, aunque reprimiendo

cualquier incorreción.

Efectivamente, la muchacha no había

mentido. Leyó enarcando las cejas:

OYE DIOS: ¿POR QUÉ NO ME

MANDAS UN TERREMOTO?

Fdo. Violeta Parra

Sintió que el vino le saltaba adentro

de gusto y regocijo. Quizás, que es-

taba viviendo una extraña situación,

una historia precisa para ser contada

un rato más tarde en las espaciosas bo-

degas donde sus camaradas libaban ya

con desparpajo, jugando a las cartas o

discutiendo el fútbol.

—Conforme, no hay ningún pro-

blema —dijo—. Pero necesito su di-

rección. Ponga el remitente y yo me

encargo de hacerlo llegar.

—CHILE —masculló simplemente

Violeta.

—¿Calle?

—No. Ninguna calle ni número. San-

tiago de Chile.

—Perfecto —dijo el tipo después de

escribir.

—¿Cuánto es?

—Ah, no se preocupe. Esto lo paga el

destinatario.

—Bueno —dijo Violeta, tensando los

brazos como quien acaba de desper-

tar, con mucho tedio y flojera, dispo-

niéndose a partir—. Espero a todo el

mundo esta noche.

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P.P. / Nº4 2017