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Nº 12 / Octubre - Noviembre 2015 / El Paracaídas

calavera. Y eso, precisamente, hizo que

se levantaran voces de molestia ante un

premio que no resultaba funcional a la

fiesta, a la reina, a la recitación y a la

celebración de la primavera más joven.

Este premio puso de relieve que su

nombre iba a estar acompañado de

apasionados rechazos que se extende-

rían a lo largo de toda su vida. Mis-

tral no fue a recibir su premio, lo hizo

Isauro Santelices, consideraba que es-

taba demasiado vieja y enferma a sus

25 años para mostrarse ante un públi-

co. Sin embargo, lo presenció desde la

galería del teatro, es decir estuvo como

público en una celebración de la que

estaba ausente.

Y entre los escenarios mistralianos que

conservo cómo no recordar el viaje que

realicé en México hacia la Hacienda El

Lencero, en Jalapa, cerca de Veracruz,

lugar donde había vivido la poeta a fi-

nales de los años ‘40. Las autoridades

habían levantado una estatua a Mistral

e íbamos a su inauguración y me co-

rrespondía hacer un discurso pues yo

me desempeñaba como agregada cul-

tural de la embajada de Chile.

Partimos a Veracruz y luego a la ha-

cienda El Lencero. Allí se presentaba

un libro que recogía la estancia de la

poeta en la zona, documentos recogi-

dos por el crítico Mario Schneider. En

ese libro se podía constatar toda la pa-

radoja que habitaba a Mistral, por una

parte una irrestricta fidelidad al mundo

indígena y, por otra, prejuicios inexpli-

cables frente al mundo afroamericano.

Ese segundo tiempo mexicano fue de-

licado para la poeta. El suicidio de su

hijo adoptivo había sido demoledor y

ella se aferraba a la teoría de un ase-

sinato, culpaba a las pandillas brasile-

ñas. Su vuelta pos Nobel a México era

un regreso a un pasado más benéfico.

En la ceremonia, cuando se develó la

estatua, quedé estupefacta. Era una es-

tatua realista pero no la contenía. En

un momento me acerqué al escultor y

me comentó que no había conseguido

ninguna foto de la poeta y para repro-

ducir su imagen recurrió a una mujer

muy anciana que la había conocido en

los años de El Lencero y ella le había

proporcionado un retrato oral. Me pa-

reció una situación que oscilaba entre

el absurdo y la exactitud. Me conven-

cí que los discursos oficiales portaban

un torcimiento, un malentendido, una

función burocrática rodeada de in-

exactitudes. Pensé en la enseñanza, sus

convenciones y la estela no menor de

errores que eran y son aprendidos de

memoria por los estudiantes como una

ofrenda a una mala educación.

A mediados de los ‘90 visité la pobla-

ción Huemul de Santiago. Un barrio

obrero que se erigió como un expe-

rimento social. Un modelo de vida

diseñado según los criterios de una

burguesía que ensoñaba la perfección

del trabajador.

La población era un programa que

pretendía combatir la violencia, el al-

coholismo, para favorecer una comuni-

dad centrada en la salud, la abstinencia

y la cultura y entregada “en cuerpo y

alma” al trabajo. Las casas, la plaza, el

dispensario, la iglesia, la escuela y un

imponente teatro, siguieron pervivien-

do a pesar del fracaso del proyecto. La

población Huemul fue un ejemplo del

deseo de obrero escrito por las clases

dominantes, un control, como diría

Michel Foucault, panóptico en los

tiempos en que se expandía la indus-

trialización en el país.

Allí fue donde Gabriela Mistral com-

pró la única casa que adquirió en Chi-

le. Ella era políticamente cercana a la

falange. El que iba a ser su abogado en

la posterior venta fue Eduardo Frei:

Cuando Gabriela Mistral dejó atrás el Valle se internó en un vértigo

nómada que le fue, es una hipótesis, totalmente necesario para resistir los

turbulentos signos de reconocimientos y negaciones, de mitos y ficciones,

de chismes, de homenajes y de abierta mala leche.