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esa vieja reumática arruinada por su an-
cianidad a los 25 años. Pensar sus hue-
sos y sus diferentes males.
Pensé acaso el dolor no era una de las
condiciones de lo femenino. Pensé en
que podría existir una conexión entre
género y dolor, en su sentido más físi-
co como también simbólico. Pensé que
Mistral, desde esa perspectiva, podía
convertirse en un hito, en un ejemplo
no consignado por las pedagogías esta-
tales. Pensé en las condiciones síquicas
y contextuales que arruinaban sus hue-
sos. Sí, los huesos, lo más estable, que
no la sostenían ya a sus 25 años.
O la sostenían. Porque es impresionan-
te cómo Mistral se estructuró en las
te cuarenta años. El libro recoge las
constantes que iban a marcar todo su
trayecto: la hostilidad de sus pares, las
autodefensas, los problemas económi-
cos y el tema de su salud.
Quiero detenerme en este aspecto: la
correspondencia de Mistral se concen-
tra en quejas ante los diversos dolores
que la aquejan. Le escribe a Isauro San-
telices: “Mis huesos ya están mordidos
de reumatismo, de males de pura vejez”.
Y le escribe: “las lindas rosas de su linda
tierra que le ha mandado a esta vieja que
hace versos”. Ambos textos están escri-
tos cuando la poeta tiene 25 años.
Hay que considerar los factores epocales,
sus leyes, sus requerimientos. En la pri-
mera mitad del siglo XX, la pregunta re-
tórica por la salud era un signo de buena
educación. Según los modelos en que se
estructuraba la carta, la mención a la sa-
lud encabezaba los textos. Más adelante,
la expansión neoliberal frenó esa conven-
ción y hoy si alguien pregunta por la salud
de una persona puede ser percibido como
impertinencia y casi como agresión fren-
te a una realidad social que se diseña a sí
misma de acuerdo a parámetros signados
por la obligación a una vida exitosa, una
vida “me gusta” tipo Facebook y por una
salud fundada en un optimismo corporal
que prescinde de los órganos.
Me interesó de manera especial “escu-
char” esos dolores que atravesaron toda
su vida. Me propuse pensarlos. Pensar a