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El Paracaídas / Nº 12 / Octubre - Noviembre 2015

Por Diamela Eltit

M

i intervención re-pasa la

figura mistraliana como

síntoma de una construc-

ción oficial, sitio identita-

rio, paradoja. Re-pasa los tiempos y sus

paradigmas, el estupor y los ajustes de

sentido. Y los desajustes. La inestabili-

dad de las pedagogías Y sus fallas. Se

trata de un acercamiento subjetivo, un

ensayo en el sentido teatral y especial-

mente de una manía literaria.

A partir de la relación entre literatura y

ciudades, recordé el tiempo que pasamos

con mi familia al inicio del Valle del El-

qui. Recordé la plaza principal de Vicuña

pues la frecuentaba diariamente.Recordé

que nos sentábamos en uno de los ban-

cos de esa plaza. En el centro había una

fuente de agua y en el medio se levantaba

no un rostro sino un perfil de la poeta.

Recordé a los niños en la fuente –era ve-

rano- bañándose, afirmados en el perfil

de Mistral. Era una imagen exacta pero

insólita porque había algo divertido en

esos niños afirmados de la nariz o de un

pómulo o del ojo de la poeta cuyo perfil

emergía de una manera no demasiado

afortunada (desde el punto de vista esté-

tico) de entre las aguas.

Pero los niños se trepaban por su nariz

o por su mejilla o por la curva de su ojo.

A lo largo de un mes se repitió la escena

festiva que unía lo solemne y el juego,

lo estatuario y la velocidad de la infan-

cia. Los tiempos y la historia cultural,

una curiosa representación oblicua de

Narciso en la fuente. Fue el verano

de 1990. Antes yo ya había estado en

Montegrande, sentada bajo el alero de

una casa mirando lo único que se podía

ver en el Valle: los cerros. En esa opor-

tunidad, visité su casa de infancia. Una

casa que, mediante muebles sencillos y

escasos, buscaba reproducir su tiempo

marcado por la austeridad económi-

ca. Llegar hasta Montegrande (hablo

de los primeros años ochenta) había

sido difícil por la máxima estrechez

que presentaban los caminos. Pensé

en cómo habría sido la vida cotidiana

y los desplazamientos en los años de

infancia de Mistral, a finales del siglo

XIX, imaginé la dificultad en un espa-

cio prácticamente infranqueable.

Cuando Gabriela Mistral dejó atrás el

Valle se internó en un vértigo nómada

que le fue, es una hipótesis, totalmente

necesario para resistir los turbulentos

signos de reconocimientos y negacio-

nes, de mitos y ficciones, de chismes,

de homenajes y de abierta mala leche.

En otra ocasión compré en Santiago

un libro autoeditado que contenía car-

tas entre la poeta e Isauro Santelices,

con el que mantuvo una corresponden-

cia asistemática por aproximadamen-

Signos y consignas