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conviven los primeros y cuartos mundos contenidos

en metrópolis. Y se inició aquí, en un Chile que aún

se resiste a sus derivas latinoamericanas, persiguiendo

la blancura de lo imposible. Ambas comprometidas

con la diversidad, la interculturalidad, los derechos

humanos y la necesidad de que la migración no sea

secuestrada por el discurso fascista. La historia ya nos

ha enseñado que, como reguero de pólvora, ese dis-

curso sólo termina en odio, violencia y exterminio.

Hoy estamos expectantes. Mientras Trump anuncia

muros, aquí se promete una nueva ley migratoria

–que debía estar redactada en agosto de 2015 para

terminar con la decretada por la dictadura en 1975–

y Europa es recorrida por una ola xenófoba que no

sabe qué hacer con un mar Mediterráneo mecido

por la muerte y con caminos alambrados por donde

miles de refugiados intentan avanzar bajo la no-pro-

mesa de un futuro.

Cuando era niña, María Emilia Tijoux creció en un

barrio obrero de Santiago. Desde ahí que no ha de-

jado de mirarse en otros, como lo hace hoy en los

ojos de una de sus grandes amigas, inmigrante, con

trabajos esporádicos, intelectual y fuerte. En su in-

fancia, María Emilia, cuenta, “escondía los zapatos

para andar a pie pela’o, igual que mis amigos del

barrio; siempre trato de pensar en esa costra en los

pies, ésa que se forma por el contacto directo, repe-

tido, cotidiano y directo con la vida. Pienso también

en el gueto de Varsovia, donde resistieron armados.

Quienes lograban salir, escabullirse, eran los niños.

Era ese sufrimiento social el que les había permitido

inventar y resistir”. En los barrios obreros aprendió

a escabullirse y a trajinar. Y eso jamás se le ha olvida-

do, menos hoy, cuando investigando sobre racismo

en Chile –desde hace más de una década- no pierde

un día sin estar en terreno, movilizando a estudian-

tes de doctorado, magíster y pregrado, educando

contra el racismo.

El camino ha sido largo. En Francia, desde su exi-

lio en 1975, comenzó a trabajar en la calle “porque

estaba como educadora en barrios denominados de

inmigrantes, donde los chicos que vivían allí, ma-

lamente denominados de segunda o tercera gene-

ración de inmigrantes, eran colocados en un lugar

aparte, negado”. Siendo chilena, se insertó rápida-

mente. “Llegué en condición de refugiado político,

pero siempre fue una voluntad nuestra no colocar-

nos en ese lugar y vincularnos a la sociedad france-

sa, y así fue que participamos en movimientos por

la lucha del pueblo marroquí, por Nicaragua, en la

lucha por distintos pueblos. Además comenzamos a

trabajar como los inmigrantes cuando llegan, plan-

chando ropa, haciendo aseo, lavando copas, cantan-

do en bares, dando clases particulares de español,

siendo secretaria de un grupo de dentistas y médi-

cos”, me dice y yo le cuento que mientras cursaba un

magíster en la Universidad Complutense y cubría el

“caso Pinochet”, en la noche salíamos a pegar pu-

blicidad de una cerrajería de urgencia por cada calle

madrileña. Sólo un ejemplo de los trabajos –y de

los buenos; tuvimos suerte- que más de un millón

“Al buscar en los albores de la República te das cuenta de que hay

una marca brutal, y no por la guerra misma, sino porque el origen

indígena es un origen negado, maltratado. Y eso vale para el que

viene de afuera así como para los que están dentro del país”.

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P.P. / Nº4 2017 / Dossier