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de chilenos que han emigrado hoy, seguro, realizan

repartidos por el mundo.

María Emilia “había estudiado Filosofía y eso allá va-

lía nada. Yo no tenía una conciencia de lo que estaba

pasando, salvo que tenía que trabajar rápidamente.

Me fui especializando como educadora y luego estu-

dié Sociología. La vida se regularizó medianamente

en Francia. Nunca fue un lugar sentido como de

castigo. Naturalicé que hacer aseo y ese tipo de co-

sas, como la mayoría de los inmigrantes aquí, era un

trabajo para mí. La mejor enseñanza de mi padre fue

que una tiene que hacer de todo en la vida. Y lo que

una hace había que hacerlo bien. Yo vengo de la clase

obrera y no podría haber sido de otro modo”.

Al regreso a Chile, en los ‘90, le llama la atención que

los inmigrantes peruanos en Santiago pasaran largas

horas “a los pies de la Catedral, como buscando una

suerte de protección de la Iglesia; principalmente

mujeres, en situación bastante pobre, que vendían

en la calle”. Ahí fue ella. A observar en la plaza y

llevar una bolsa plástica grande, como lo hacían sus

compañeras de escaños. “Ahí me di cuenta de que

algunas eran profesionales y que la mayoría había

venido debido a la crisis política en Perú. Ya habían

llegado los argentinos por la crisis económica, pero

ellos se insertaban rápido de uno u otro modo, sobre

todo en el sector de ventas”, cuenta María Emilia.

Comenzó, desde allí, a trabajar en migraciones, in-

vestigando las transformaciones sociales, políticas y

culturales de familias de inmigrantes. Se interesa por

el concepto de viaje, ese viaje no proyectado, la fisura

que trasciende cada trayectoria de vida al momento

de decidir migrar. Quien ha migrado, incluso si vuel-

ve a su país de origen, nunca deja de ser migrante.

“Me importaba cómo esas vidas cotidianas se iban

transformando al ser mal tratadas, ignoradas, insul-

tadas. Y luego viene una investigación con niñas y

niños en escuelas de Santiago, y es ahí cuando co-

mienzo a hablar de racismo. Qué otra cosa era que

le dijeran a los niños ‘come palomas’, ‘cholo feo’. Y

había un enredo entre el origen indígena vincula-

do con la historia de la guerra”. Y así, continúa, “al

buscar en los albores de la República te das cuen-

ta de que hay una marca brutal, y no por la guerra

misma, sino porque el origen indígena es un origen

negado, maltratado. Y eso vale para el que viene de

afuera así como para los que están dentro del país”.

Se encontró con la marca de quien la impone para

blanquear, higienizar, civilizar desde la fuerza y la

negada humanidad.

Después de ese estudio, indagó –entre otras inves-

tigaciones relacionadas con campamentos, pobreza,

cuerpo, género- en las trayectorias laborales exitosas

de inmigrantes peruanos. “Las entrevistas eran a ge-

rentes, dueños de grandes empresas, restaurantes; en

un comienzo siempre decían que no habían tenido

problemas en Chile, pero cuando uno insistía más

en sus vidas cotidianas, lo que aparecía era el racis-

mo. Algo detonaba el origen indígena, aunque no

lo fueran”. Mientras buscaba estas respuestas, en el

Instituto de la Comunicación e Imagen buscábamos

cómo los medios se constituían en dispositivos que

reproducían relatos discriminatorios que lograban

constituirse en un discurso xenófobo, clasista, na-

turalizando el lugar común que construye a Otro

desde el espacio de la criminalización o desde la vic-

timización; desde un lugar inferior.

Ir más atrás para mirarnos

Para mirarnos hay que ir más atrás, desde una mi-

rada interdisciplinaria que devuelva a la academia

esa posición crítica que demanda la sociedad. “So-

mos colonizados y somos una mezcla de distintos

lados, pero la más problemática de las mezclas es la

anterior a la inmigración del siglo XIX, que tiene

que ver con la obsesión por la blancura, los lazos

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Dossier / Nº4 2017 / P.P.