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Nº 12 / Octubre - Noviembre 2015 / El Paracaídas

bre” de Chopin. Descendió del avión

también el Cónsul General de Chile en

Nueva York, Enrique Bustos, quien traía

consigo el testamento que entregó más

tarde al presidente y al canciller, junto a

Santiago Polanco. En tierra la esperaban

ministros, los edecanes del presidente,

la alcaldesa de Santiago, una delegación

de la Escuela Gabriela Mistral y una de

scouts, además de escuadrones de las ra-

mas de las Fuerzas Armadas.

En un furgón, la urna comenzó su re-

corrido hasta su lugar de velatorio, pa-

sando por las avenidas Pedro Aguirre

Cerda, Puente Antofagasta, Rondizzo-

ni, Beauchef, Blanco Encalada, Ejército

y Alameda. En medio de la conmoción

de quienes salían a su encuentro, el cor-

tejo tuvo que acelerar la marcha luego

de que un grupo de personas abriera el

vehículo tratando de ver a la poeta. En

el percance, la comitiva atropelló a un

ciclista y chocó el auto del Comandante

en Jefe del Ejército.

Cerca de la Alameda, representantes de

diversos colegios de Santiago aguardaban

su paso portando los estandartes de sus

establecimientos adornados con cintas

negras. A medida que se acercaba la Casa

Central, la gente enfilaba hacia las puertas

de la Universidad. Carabineros tuvo que

cortar calles y organizar a los visitantes

que llegaron ininterrumpidamente hasta

el día del funeral, sin importar la hora ni

las altas temperaturas del verano.

Tras tomar el Trolley 8 que bajó por

Irarrázaval, llegó hasta la Casa Cen-

tral de la mano de su padre. Con nueve

años de edad, el profesor de la Facultad

de Filosofía y Humanidades Manuel

Jofré -quien escribió un relato sobre

esta experiencia que

El Paracaídas

re-

produce en esta edición- hizo la larga

fila, perdiéndose en medio de los mi-

les de deudos que salían de la boca del

edificio casi hasta avenida Matta por la

calle San Diego.

“Mi papá me dijo que él, siendo joven

en Viña del Mar, la vio. Ella llegó a la

estación de trenes y se asomó por el va-

gón y leyó unos poemas. Mi papá, que

debía haber tenido diez años de edad,

quedó asombrado de lo que ella hacía y

decía y por lo tanto decidió llevarme a

mí a verla”, recuerda Jofré.

Obreros con ropa de trabajo, niños con

uniforme y descalzos, soldados, carabi-

neros de franco, mujeres y ancianas hi-

cieron la fila por la que, según la prensa

de la época, ingresaron cerca de 170 mil

personas. “La mayoría era pueblo, pue-

blo… Pasaban rodeando el féretro cua-

renta personas por minuto, circulando,

circulando. Hubo que organizar el ac-

ceso del público con fuerza de carabi-

neros”, escribió el director de la Biblio-

teca Central de la Universidad, Héctor

Fuenzalida, en la revista Anales de 1957

sobre las intensas jornadas en las que los

funcionarios de la casona trabajaron en

turnos extras para organizar la casona y

mantener el orden y la limpieza.

Fue ahí donde las autoridades policia-

les tuvieron que dar una contraorden y

permitir que todos quienes hicieran la

fila pudieran ingresar a expresar su pe-

sar y no “discriminar (…) a los manga

corta, es decir, a aquellos que la miseria

y el verano les priva del uso del vestón,

y sospechosos de ser pungas”.

Y esta conmoción popular y transver-

sal no está, como plantea el director del

Centro Mistraliano de la Universidad

de La Serena y autor de libro “Ga-

briela Mistral: Crónica de su muerte”,

Rolando Manzano Concha, “vinculada

Para Jaime Quezada, escritor y estudioso de la vida de la Premio Nobel, la elección del edificio de Alameda

1058 como lugar de velatorio tiene que ver con que la Universidad “no sólo era el centro universitario y

académico de país, sino que también el intelectual. No fue en el palacio de gobierno, que pudo haber sido, en

la Biblioteca Nacional, en el palacio Bellas Artes, sino que en el alma mater del país”.