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amerita. Al respecto, una puede preguntarse: ¿en qué

debe consistir ese aporte y quién lo define? ¿A qué

“desarrollo” nos estamos refiriendo? ¿Qué destino po-

drían correr los derechos humanos de los extranjeros

que no se ajusten a esos parámetros? Lamentable-

mente, el presidenciable logró consolidar en el debate

público –porque es un discurso conservador que ya

existe- el peligroso estereotipo del “buen inmigran-

te”, el que siempre es definido desde posiciones de

poder, a partir de intereses que conciernen a sectores

sociales específicos y en cuya legitimación concurren

ideologías que atentan contra la condición humana

de las personas. Colisionan así los derechos humanos

universales con discursos nacionalistas de viejo cuño.

La definición de las personas a partir de su utilidad

para un sistema mayor que no es objetado es un aten-

tado en sí mismo contra los derechos humanos que

como sociedad civil no podemos conceder. Mucho

menos se puede admitir que esos parámetros de vali-

dez sean impuestos por un sector político-empresarial

que se mueve en estas aguas con hipocresía, pues a la

par que obtiene beneficios económicos de los bajos

sueldos y de las cotizaciones de los inmigrantes, los

criminaliza sin pudor en un momento en que se en-

cuentra fuertemente cuestionado por prácticas antié-

ticas e incluso ilegales.

El discurso que se ha levantado con una irresponsa-

bilidad política extrema es indudablemente racista y

debe ser denunciado como tal. La categoría misma

de inmigrante ha sido racializada en las últimas dé-

cadas cuando se la identifica con población de rasgos

fenotípicos afrodescendientes e indígenas, mayorita-

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P.P. / Nº4 2017 / Dossier