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ada vez que el reloj marcaba la una de la tarde, los
funcionarios de la Biblioteca Central de la Universi-
dad de Chile esperaban la llegada de Alamiro de Ávila
Martel, su director.
“Salíamos y lo esperábamos en la portería; lo saludábamos y
no había comentario”, recuerda Ramón Díaz, actual funcionario
del Museo de Arte Contemporáneo que por 32 años trabajó en
Arturo Prat 23.
Alamiro de Ávila Martel fue director de la Biblioteca Cen-
tral por un cuarto de siglo, hasta su muerte en 1990. “Llegaba
y se iba directo a su oficina, donde fumaba mucho. Era una
persona muy erudita que no le gustaba ser molestado”, dice
la funcionaria Marta Parejo sobre el hermético bibliófilo. Un
retrato en blanco y negro del antaño director, donde posa
sentado en un sitial con una actitud contemplativa, descansa
sobre uno de los muebles de la oficina de la dirección de este
espacio patrimonial que el 14 de agosto de 1994 pasó de
ser la Biblioteca Central a convertirse en el Archivo Central
Andrés Bello.
Esa misma silla de madera lacada de dorado y tapizada con
terciopelo morado sigue amoblando hoy la oficina de la ac-
tual directora del Archivo, Alejandra Araya. El sitial está
junto a los 1.026 volúmenes de la Colección Americana,
libros declarados Monumento Histórico el año 2009, junto
a la Colección Neruda y la Colección Manuscritos.
En esa sala hay una mesa que perteneció a la educadora Irma
Salas y una estatuilla de treinta centímetros de Andrés Bello,
estructura que correspondería al boceto original del monu-
mento al primer rector de la Universidad de Chile, situado en
el frontis de la Casa Central. La fragmentada composición de
piezas con historia es una de las características del Archivo
Central Andrés Bello.
“El archivo es la reunión de muchos tiempos y lugares en un
mismo espacio”, explica Araya respecto a la conformación de lo
que actualmente es y posee el Archivo, material cuyo valor radi-
ca, además de los contenidos y temas, en la historia que los hizo
confluir en el torreón que hoy los alberga. Una de estas matrices
históricas se remonta a 1883, cuando la joven Universidad lle-
vaba sólo 41 años de funcionamiento.
En la esquina de Alameda con Arturo Prat, donde actualmen-
te está la estatua de los hermanos Amunategui, la capilla del
convento de los franciscanos se transformó en la biblioteca del
Instituto Nacional y de la Universidad de Chile.
Pero esa primera historia se vio interrumpida en 1929, 45
años después de su apertura, cuando el entonces ministro de
Educación Pablo Ramírez acogió la idea de hacer una piscina
universitaria. El fatídico día de la demolición de la biblioteca,
los profesores rescataron algunos libros, entre ellos la Colec-
ción Americana. El episodio fue “el primer crimen cultural del
siglo XX”, dice Araya.
Todos esos textos que albergaba la biblioteca, además de algu-
nos mobiliarios, se disgregaron. Curiosamente, ese mismo año
se fundó la DIBAM.
RESERVORIO PATRIMONIAL DE LA HISTORIA
En constante configuración, la Biblioteca Central llegó a tener
cerca de 40 funcionarios en ejercicio. “Desde que llegué en
1979 atendí mucho público en la sala de lectura”, cuenta Mar-
ta Parejo. En esos años el lugar tenía mucho movimiento: las
puertas estaban abiertas para que los usuarios llegaran incluso
en micro por calle Arturo Prat.
Cristian Castro llegó al Taller de Encuadernación, alojado en
el subterráneo, a comienzos de los ‘90. “En ese tiempo llegaban
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El Paracaídas / Nº 10 / Agosto 2015