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A comienzos de los ‘90 la Universidad

inició un proceso de reparación a esas

víctimas. Iván Silva, jefe de gabinete de

la Vicerrectoría de Asuntos Académi-

cos, recuerda que parte de su trabajo fue

pesquisar a los estudiantes que habían

sido exonerados para intentar reincor-

porarlos a sus planes de estudios.

Al mismo tiempo, y como gesto de

memoria, estuvo a cargo de un levan-

tamiento de información sobre estu-

diantes que habían sido asesinados o

que figuraban en las nóminas de dete-

nidos desaparecidos. Para ellos “se hizo

una ceremonia en la Casa Central de la

Universidad, con discurso del Rector

Jaime Lavados, (…) un título simbólico

para la familia de los estudiantes dete-

nidos desaparecidos, cosa que también

ayudó a recomponer estas fracturas so-

ciales que la Universidad tuvo adentro”.

Algo que nunca se ha logrado compo-

ner, dice Silva, es un listado oficial de

los muertos y desaparecidos de la Uni-

versidad de Chile. “Es como de nunca

acabar. Por lo menos en mi facultad

nunca fue una nómina exhaustiva por-

que siempre alguien decía, ‘oye, pero

acuérdate de Fulanito’. Entonces se

empezaba a investigar y ahí se encon-

traban con que efectivamente faltaba

alguien por poner en la lista”, comenta.

Iván Silva recuerda el tiempo de la in-

tervención, cuando era estudiante del

Pedagógico, como una época “atroz”: se

cerró el acceso al campus, que se llenó de

militares, y cuando pudieron retomar las

clases, dejaban entrar a los alumnos con

nombre y apellido. Los planes de estu-

dio se habían modificado, lo que retrasó

varios años su titulación. Luego, como

funcionario de la Universidad, recuerda

que los rectores designados “trajeron el

rigor de los cuarteles a la administración

de la Universidad”. Eso incluía tener

estafetas, personal para atenderlos, per-

sonal de inteligencia metido adentro.

Incluía además mucha autocensura.

-Antes de emitir una opinión tenías que

fijarte muy bien con quién lo hacías. Tú

no hablabas, por ejemplo, en un ascen-

sor, o en reuniones no emitías todas las

opiniones, porque no sabías realmente

quién estaba en esa reunión. La auto-

censura es nociva para uno y costó mu-

cho deshacerse de ella- dice Silva.

Todo se endureció aún más con la lle-

gada del rector Alejandro Medina Lois.

-También un general en retiro, un pa-

racaidista comando, y también una

persona muy dura. Fueron los años no

gratos en la Universidad desde el punto

de vista del trabajo día a día. Yo tuve

muchas dudas de seguir o no- admite.

De hecho, dice, cuando en 1980

partió a Estados Unidos a cursar un

posgrado y mucha gente le preguntó

por qué seguía trabajando en la Uni-

versidad. El asunto adquirió un sen-

tido para él durante una charla con

el Premio Nobel de la Paz argentino

Adolfo Pérez Esquivel, quien les dijo:

“ustedes, con la cultura que tienen, es

mejor que estén dentro de la Univer-

sidad, si no sería entregar el campo

abierto para que esto sea manejado

por suboficiales del Ejército”.

Ese espíritu que mantuvo a Silva y a

otros dentro de la institución, estaba,

para fines de los ’80, “fuerte, atento,

vigente, y yo diría que fue eso lo que

logró salvar a la Universidad”.

LA PUNTA DEL ICEBERG

Cuando Alejandra Araya, directora del

Archivo Central Andrés Bello, cursó

su pregrado en los años noventa en la

Facultad de Filosofía y Humanidades,

todavía había vestigios de la interven-

ción militar.

-Estaba súper reciente. Estaban las

huellas de los profesores exonerados,

de los que estaban recién retornando y

que era difícil legalmente que volvie-

ran; estaba el temor de los “sapos” infil-

trados, muy fuerte- recuerda.

Y aunque el tiempo ha pasado, toda-

vía, dice Araya, vemos sólo la punta

del iceberg.

“Hay sumarios que te hacen sospechar que fueron

herramientas para despedir gente, para presionar para

que presentaran su renuncia”, asegura Azun Candina.

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El Paracaídas / Nº 11 / Septiembre 2015