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Diciembre 2015 - Enero 2016 / Nº 13 / El Paracaídas

registraron más de dos horas de inasis-

tencia en todo el mes de clase y hubo

muchos profesores que aumentaron el

número de las que tenían que efectuar

espontáneamente. Este interés ma-

nifiesto y vivísimo, tanto de parte de

los alumnos como de los profeso-

res, determinó la formación de

un ambiente de estudio y

de cultura estimulador.

Todos trabajaban

empeñosamente

y con agrado tal

que olvidaban las

molestias inheren-

tes a cursos efectua-

dos en la época más

calurosa del año”.

IMPACTO SOCIAL

Desde sus incios, Amanda

Labarca pensó las Escuelas de

Temporada como una oferta de

cursos libres que respondieran “a los

anhelos de cultura del público; añadir

otros de calidad superior que interesa-

ran a los profesionales que, por causas

ajenas a su voluntad no habían conta-

do con la posibilidad de modernizar

sus conocimientos universitarios, y, por

último, formar un núcleo de estudios

que interesaran a los extranjeros, dán-

doles a conocer nuestro arte, historia,

instituciones y cultura”.

En 1954 las Escuelas de Temporada

cumplían dos décadas de funciona-

miento. A esa fecha la Universidad de

Chile había realizado 78 de éstas; 32

de verano, 7 de otoño, 7 de primavera y

32 de invierno.

Aunque recién en 1949 se logró el an-

helo de la primera Escuela de Verano

fuera de la capital, en Valparaíso, para

1954 se habían realizado 34 escuelas

en provincias: una en Talca, Ranca-

gua, Copiapó y Chuquicamata; dos en

Para la Vicerrectora Zeran, retornar estas iniciativas

a regiones responde principalmente a “la necesidad

de pensar a la Universidad de Chile como una

universidad nacional, en el verdadero sentido.

Más allá que nuestras sedes regionales

hayan sido arrebatadas en 1981, esta

es una universidad que se debe a

todos los territorios del país, y en

permanente diálogo con los

actores locales”.

Margot Loyola.