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El Paracaídas / Nº 6 abril 2015
L
a madrugada del martes 3 de marzo los chilenos desper-
taron con las pantallas de sus televisores repletas de imá-
genes que parecían sacadas del cine: pasadas las tres de la
mañana, en un espectáculo de humo y lava, el Villarrica,
uno de los cuatro volcanes más activos de América Latina, ha-
bía erupcionado. Para la gran mayoría se trataba de un evento
sorpresivo cuyas primeras explicaciones vendrían recién con el
primer café de ese martes. Angelo Castruccio, sin embargo, a
esa hora ya tenía todas las explicaciones necesarias y, sobre todo,
una decisión: se iría esa misma noche al Volcán Villarrica.
Cuando para el resto de los mortales es hora de arrancar, para
Angelo Castruccio, geólogo, Magíster en Ciencias, Doctor en
Geología y académico de la Facultad de Ciencias Físicas y
Matemáticas (FCFM) de la Universidad de Chile, es el mo-
mento de trabajar. Siempre fue así. Desde que era niño, su
papá le transmitió el amor por los volcanes y lo marcó de por
vida. Ya como geólogo y experto en volcanología, su más largo
romance ha sido con los volcanes del sur, los primeros que lo
maravillaron cuando aún ni siquiera había decidido seguir una
carrera universitaria que le permitiera analizarlos. Castruccio
hizo su memoria de pregrado y su tesis de magíster en el vol-
cán Villarrica y la idea de no estar ahí después de casi 30 años
esperando una erupción le parecía irrisoria.
Sabía que algo de la envergadura de lo que ocurrió ese martes
sucedería. “El volcán Villarrica, para lo que es normalmente
su actividad histórica, ya estaba bien pasado. Por ejemplo, la
última erupción del Villarrica, la última erupción mayor, por-
que había tenido alguna actividad en el 2000, pero muy menor,
había sido en 1984, 1985; habían pasado 30 años. La anterior
a esa había sido en 1971; habían pasado 13 años. Antes del
71 había sido el 64. Siete años. Antes el 63, un año. Antes el
48, 15 años. Antes había sido en 1929, casi 20 años. Entonces
ahora llevábamos casi 30 años sin erupción, había sido harto”.
Por eso, Castruccio revisaba incesantemente los reportes que
emite el Observatorio Volcánico de los Andes del Sur, que
depende del Servicio Nacional de Geología y Minería (Ser-
nageomin). Las alertas estaban ahí y sólo era cuestión de es-
perar. Por eso, casi en el mismo momento en que se enteró
de la erupción, Castruccio decidió cambiar de planes. “Yo iba
a hacer un terreno. Iba a ir al Lonquimay y al Llaima, que
están cerca del Villarrica. Me iba a ir el martes en la noche,
así que ahí cambié un poco los planes y la mitad del tiempo
que iba a estar ahí fui a Villarrica, a ver un poco qué es lo
que había pasado. Fui a ver los depósitos que había dejado, las
consecuencias, por dónde habían bajado los lahares (!ujos de
sedimento y agua que bajan por las laderas de los volcanes) y
ahí comparar con las erupciones anteriores que yo había estu-
diado bien antes”.
Quizás no sea fácil separar las aguas que dividen la curio-
sidad cientí"ca y la preocupación frente a una catástrofe. A
Castruccio se le nota en la mirada el entusiasmo al hablar de
fenómenos naturales que en muchas ocasiones terminan oca-
sionando serios daños a la población. En el caso de la última
erupción del Villarrica, la alarma sólo llevó a una evacuación