Palabra Pública N°16 2019 - Universidad de Chile

espertar implica abrir los ojos. Dejar el sueño atrás, ver la realidad, el contexto presente, el escenario en el que nos encontramos, y reconocernos en él. Lo que sigue pue- de ser el comienzo de un nuevo día. La luz que entra por la ventana, el olor del pan tostado, la intuición del café, las señas de un futuro posible. Si Chile despertó habría que asumir entonces que abrimos los ojos en colectivo. Que ese 18 de octubre la luz ingresó en nuestro cerebro y que ahí dentro, en una explosión neuronal, toda nuestra subjetivi- dad, nuestra memoria, nuestra experiencia, levan- tó una imagen que nos hizo movilizarnos. ¿Pero cuál sería esa imagen? Quizá las largas filas de los consultorios. Las mi- serables pensiones de nuestros abuelos o el estado de- primente de nuestra educación pública. Quizá la ridícula concentración de privilegios para un grupo minoritario. La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minorita- rio. O el saqueo al que nos someten al adueñarse de nuestra agua, nuestros bosques, nuestros mares, nuestros minerales, y al levantar universi- dades, colegios, clínicas, centros comerciales que nos han endeudado de por vida. O tal vez fueron los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros. O los burdos montajes para incriminar al pueblo mapuche. O el asesinato a Camilo Catrillanca. O la militarización de Wallmapu. O el trato ver- gonzoso a nuestros inmigrantes. O la inutilización de nuestra tímida ley de abor- to en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores. O la Constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy. O nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet. O nuestra seudodemocracia. O quizá todo eso y más, revuelto y guionizado en una sola pesadilla, fue lo que nos hizo salir del letargo de más de cuarenta años, abandonar la almohada e inaugurar juntos un día nuevo. Lo que han visto nuestros ojos desde entonces ha sido intraducible. Instan- táneas nunca antes almacenadas por nuestro hipotálamo. Marchas multitudina- rias, pancartas festivas, poesía callejera, estatuas transformadas en arte moderno, creatividad desbordada en las paredes. Las plazas se llenaron de vecinos para cacerolear y conversar. Asambleas en el barrio, en los centros culturales, en las universidades, en los parques. Todas y todos hablando como si hubiésemos es- tado atragantados, diciendo lo que nunca dijimos o no nos atrevimos a decir. Dispuestos a asociarnos, a trabajar juntos, entendiendo que podíamos tener un rol más allá de las cuatro paredes de nuestra casa. Así colaboramos en distintos frentes, somos útiles, nos preocupamos por el resto y el resto se preocupa de nosotros. No estamos solas, no estamos solos. Sentimos la energía de los demás, nos dejamos movilizar y proteger por ella, y así permanecemos despiertos, con los ojos abiertos, pese a los golpes y al cansancio. Más de un mes de revuelta y el cuerpo lo resiente. Las instantáneas lumino- sas que ingresamos a la memoria se mezclan con otras menos felices y pesan en el ánimo. Desde el día número uno, cuando el gobierno nos decretó la guerra, nuestros celulares comenzaron a registrar y traficar las imágenes más horrorosas que nuestros ojos hayan visto en años. Mediados por las pantallas o incluso en vivo vimos violencia sexual, golpes, malos tratos, tortura, vejaciones, allanamien- tos, perdigones acumulados en nuestros cuerpos. Nadie puede decir que no lo 9

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