Palabra Pública - N°11 2018 - Universidad de Chile

P.26 P.P. / Nº11 2018 cierra los ojos y dice que hasta siente cómo avanza lentamente, como si su cama navegara desde Tocopilla, donde su padre, como miles de hombres de a co- mienzos del siglo pasado, buscaba oro –era palanquero- y encontró a la madre de Ana, viuda con seis hijos (“eran los Vargas”). Tuvie- ron dos más y una vida de trabajo arduo y tardes al sol. “Los días más lindos eran aquellos en que todos jugábamos a la chaya; nos tirábamos agua y de- cíamos ‘¡chayaaa!’. La calle era el patio y sacaban hasta las artesas; la gente adulta, todos, jugábamos. Se subían a los techos y desde ahí se escuchaba ‘¡chayaaa!’ y tiraban el agua mientras se almorzaba; en la noche se seguía en la plaza. Es como si la viera. Ese juego se ha perdido, incluso la chaya de papel de volantín se ve poco”. Eran tiempos de casas y calles abiertas, cuadra tras cuadra. Ana, ya en Santiago, estudiaba en el liceo y ayudaba a su tía Ana González de Peñaloza. “Era una mujer maravillosa; no he visto otra igual. Cosía los pantalones de medida; un trabajo que luego enviaba a las sastrerías del centro. Tenía cinco má- quinas de coser y las operarias que encandelillaban; todo en su casa. Jugando, a los trece años ya sabía hacer el pantalón. Prendían el bracero para tener carbón para las planchas”. Ahí comenzó su vida en la capital. Manuel “Yo tenía como 16 años, y en la población Bulnes –donde vi- vía con mis tíos, camino a Valparaíso- había una sede del Par- tido Comunista. Yo qué iba a saber de política en ese tiempo, pero ahí en esa sede bien modesta se hacían bailes todos los sábados; iba harta gente, nunca había un escándalo nada. Ahí mi tía me daba permiso para ir. Yo no hacía nada para no pasar a llevar los consejos que me daba mi tía. En ese tiempo en mi casa había una ventana grande que daba a la calle. Por ahí pasaba un joven que se veía tan correcto. Ese era Manuel, Manuel Recabarren. En ese tiempo él había llegado hasta el pato del sila- bario, pero era tan inteligente, tan em- peñoso. De grande aprendió a leer”. Un día, mientras se anunciaba ‘¡reservado con pasteles!’ y el baile continuaba, Ana y Manuel se encontraron. “En esos bailes aprendí a co- nocer a los jóvenes comunistas, eran perfectos, y ahí estaba Manuel, el muchacho que yo veía pasar todos los días desde mi ventana cuando él venía del trabajo. Era muy bueno, con 16 años dominaba toda la política de Chile y la del extranjero, habiendo sido de una familia sin recursos. Con ocho años, él ya iba al río a sacar piedras para la construcción. Vivía a la altura de Ren- ca, a la orilla del río; también lustraba. Pero Manuel, con el tiempo, llegó a trabajar en imprentas. Yo se lo recomendaba a mis amigas. Pero él no les hacía caso. Ahí dije ‘es fiel’, fiel al cariño que él me tenía; una sabe cuando un joven se enamora de una. Nunca habíamos conversado, pero yo lo admiraba. Ahí ingreso a las JJCC y luego yo invito a Manuel a la Jota para que fuera a las reuniones, ya que sabía tanto; así era más fácil conversar con la polola que él quería y yo lo admiraba”, recuerda Ana. “La primera vez que me invitaron a la Jota había como quince jóvenes y a mí me llamó la atención ver cómo estaban organizados. Elegían presidenta, secretaría, al- guien de finanzas. Eran muy distintos a los jóvenes que una conocía. Eran muy respetuosos. Manuel me conquistó por su hermosa actitud. Yo pololié sólo con Manuel”. A Ana la cautivó su inteligencia y tesón. “Me fui enamo- rando de él, porque lo veía muy serio, demasiado serio. Te- níamos un taller con mi tía, en Santo Domingo 1240. En esa casa colonial, de tres patios, también un pintor tenía un taller, y al medio se reunían los dirigentes sindicales de bares, fuentes de soda y restaurantes. Se llenaba el día de las reuniones”, recuerda sobre esos primeros días viviendo juntos en esa especie de comunidad, en una pieza de casona antigua. “Mi tía nos dejó vivir juntos; era muy humana.

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