La tierra de fuego: gente y naturaleza marcadas por el calor profundo

la tierra de fuego 21 Había una vez un marinero, Alexander Selkirk, que fue castigado por su capitán y abandonado a su suerte en un solitario archipiélago del Pa- cífico, conocido hoy como Juan Fernández. Allí sobrevivió cuatro años y cuatro meses hasta su rescate. Las aventuras de Selkirk inspiraron al escritor Daniel Defoe para crear su novela “Robinson Crusoe”. El relato puso al archipiélago en el mapa de muchos aventureros para quienes el abrupto paisaje de estas islas superaba la ficción. Un archipiélago formado desde las entrañas mismas de la Tierra (ver página 18) cier- tamente tiene una impronta con carácter. A continuación, un relato de John Ross Browne de su libro “Las islas de Crusoe: divagando en los pasos de Alexander Selkirk, con bocetos de aventura en California y Washoe” (1864), sobre su impresión al acercarse a este archipiélago: “Nunca olvidaré la extraña alegría con que la que contemplé esa romántica isla; el sincero éxtasis que sentí en la anticipación de la exploración de ese mundo miniatura en el desierto de las aguas, tan cargada de los más felices recuerdos de juventud; tan alejado de todas las realidades ordinarias de la vida; la encar- nación real del más absorbente, más fascinante de todos los sueños de fanta- sía. Había visto muchas tierras extrañas; muchas islas dispersas en el amplio océano, ricas y maravillosas en su belleza romántica; muchas quebradas de belleza utópica; altas montañas, raras e impresionantes en su sublimidad; pero nada que igualara esto en su variedad de contornos y la riqueza indefinible de colores; nada tan onírico, envuelto en la ilusión, tan extraño y absorbente en su novedad. Grandes cimas de roca rojiza parecían atravesar el cielo donde miraba; mil crestas escarpadas barridas hacia lo alto, hacia el centro de un la- berinto perfecto de encanto. Todo era salvaje, fascinante e irreal. (…) Abruptas paredes de roca se elevaban desde el agua hasta la altura de mil pies. Las olas se partían en una línea blanca de espuma a lo largo de las orillas de la bahía, y el oleaje flotaba en el aire como la voz de una catarata lejana. (…) En toda la costa, había un solo lugar, una sola abertura entre las rocas que parecía accesi- ble al hombre. El resto de la costa a la vista consistía en pavorosos acantilados que dominaban las aguas, sus crestas se inclinaban a medida que se alejaban hacia el interior, formando una variedad de pequeños valles superiores, que se iban diversificando extrañamente con maderas y hierbas, y los campos de oro de la alocada avena. Cerca de la orilla estaba la oscura roca cubierta de musgo, eternamente húmeda con el brillante rocío del océano, y por encima de ella, agrietada por innumerables fisuras provocadas por terremotos de tiempos pa- sados, la tierra quemada de color rojizo; (…) nada en toda la isla y sus costas, a medida que el sol se levantaba y se deshacía de la niebla, parecía sino sufrir un cambio radical en algo rico y extraño”. Paraíso de aventureros Texto: Sofía Otero / Ilustración: Leonardo Beltrán 33°43’47”S 79°52’09”O

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