Palabra Pública N°18 2020 - Universidad de Chile

POR FEDERICO GALENDE “Machuca usaba el lenguaje en estado de ebullición, como agolpamiento libre de las palabras y como sustancia volátil. No le importaba lo que uno dijera; lo que le importaba era el espacio que se formaba entre las palabras, los gestos, el decorado y las circunstancias”. FEDERICO GALENDE Doctor en Filosofía y director del Departamento de Teoría de las Artes de la Facultad de Artes. Ha publicado, entre otros libros, Filtraciones. Conversaciones sobre el arte en Chile (2019) e Historia de mis pies (2018). confinados a ocupar un segundo plano detrás de la malla de carne que los rodeaba. En esto estaba todo: en su dificultad para soportar que se aspirara a una forma y en la fatalidad de corroborar que la vida era a la larga modelada por esta. Residía quizás aquí el secreto que le impedía servirse la vida de un modo más fácil, y de esto provenía a la vez la dificultad de conversar con él sin tratar al mismo tiempo con su doble. Había dos Machucas, y en general uno se relacio- naba con el que él empujaba hacia afuera levantándole las compuertas a las palabras, que salían a chorros para recu- brir por detrás la plegaria del solitario que interrogaba con circunspección la tristeza del existir. Machuca pertenecía al selecto grupo de los críticos y las escritoras que concebían la vida como degradación, y este juicio delicado lo convertía en un piloto suicida. No sabía frenar en las curvas, y si respetaba alguna era porque perduraba en él un tipo de clasicismo. Era el clasicismo que empleaba para su escritura, un mo- delo tomado del tardoromanticismo del siglo XIX y reinter- pretado a la luz de las mitologías de Barthes, lo que le permitía no dejarse vencer por el caramelo de las causas organi- zadas. No era un revolucionario, era un amante de las inocencias que padecían los seres que no tenían cómo cambiar el mundo, un enamorado discreto de las pequeñas supervivencias que flotaban en el abandono y el desamparo, en todas aquellas y aquellos que se habían venido a pique donán- dole al universo de las causas un último testi- monio de indefensión y de pena. Él mismo portaba esta pena, que rodeaba de una poética única y totalmente curiosa: la del que habla por lo que no dice. Y esto que no decía era la muerte de la que esperaba una segunda chance, una que concibió como su parte faltante y a la que confió en secreto la sombra completa que un día trazaría en todas nosotras, en todos nosotros. Sabía como pocos mostrar el mundo en la boca de la decrepitud y la humillación, y atisbaba en la nada su salvataje, que en sus libros, agudos y magistrales, decoraba con un manejo de écfrasis y enumeraciones que diagramaban la edad de todas las inocencias. Lo hacía recu- perando los gestos sencillos que veía transitar en los bares, las pocilgas y las madrigueras de los perdedores. Tenía una banderita en el corazón (uno de los cora- zones más nobles que conocí en mi vida) y esperaba el momento en el que pudiera bajarla para decirnos que por fin se había estacionado donde siempre había queri- do. Había nacido para pensar en serio, y pensar en serio lo llevó a considerar la vida como un chiste pasajero, minado de chispas y atribulaciones. 69

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