Palabra Pública N°16 2019 - Universidad de Chile

la policía —el Negro Matapacos—, erigido por estos días en símbolo nacional contra la represión (y tal vez global, como parecen indicar las pegatinas que acompañaron la evasión masiva en el metro de Nueva York como protesta frente al actuar racista y violento de la policía local). En estas poéticas de la insurgencia, Matapacos se multiplica en cientos de perros callejeros que emergen como protagonis- tas poco convencionales del estallido popular, depositarios de una autoridad política inusitada que nos recuerda a cada tanto que detrás del abrazo hipócrita del policía o del mili- tar, está la represión que te puede quitar los ojos o la vida. La fuerza de estas ac- ciones ha sido suficiente para correr el velo de la normalidad y mostrar la injusticia que omite o minimiza la invocación del orden. La estrategia de los sectores responsables de la continuidad neoli- beral (partidos políticos, empresariado, grandes medios de comunicación, etc.) ha sido reconocer la legitimidad del reclamo al mismo tiempo que con- denan sus formas, indi- cándolas como violencia inconducente, delictual, carente de razón y perspectiva, mezclándola de manera oportunista con la violencia común incubada por el mismo sistema del cual profitan. Cuando ese discurso tiene eco en espacios cercanos, algunos supuestamente progresistas, una se pregunta: ¿tan esquiva es la historia o prefieren no enterarse de que no existe revuelta social sin el ataque a los símbolos del sis- tema que la produce? ¿Quién puede decir que desconoce esta característica de las asonadas populares? Porque si no eres asiduo a los libros basta con ver alguna película de época que tenga como telón de fondo un estallido social para saber que así han caído molinos, instrumentos de la- branza, maquinaria, cárceles, palacios y estatuas. Concen- trar la discusión en las buenas formas no sólo es imperti- nente en estos contextos sino también reaccionario, pues oculta el tema de fondo que es el origen de la violencia y sus responsables. Eso es lo que desnudan las mareas hu- manas que protagonizan la insurgencia y que en nuestro caso ponen en tela de juicio la supuesta paz que habría existido antes del 18 de octubre. La moralina que existe en torno al tema impide un de- bate serio cuando se impone la consigna de que todas las violencias son homologables y merecen la misma conde- na. Como historiadora, pero sobre todo como ciudadana, no puedo suscribir esa premisa que es tan antigua como tramposa y sobre la cual ha corrido demasiada tinta, aun- que siendo honesta, queda poco ánimo para las referencias bibliográficas y menos aún para participar en discusiones donde se deben responder discursos malintencionados so- bre la paz social, esos que esconden el hecho terrible de que la paz es un privilegio de algunos y que los “conductos regulares” no nos han llevado a ninguna parte, no al menos en este país gobernado por las balas. La paz es otro de los derechos que debemos conquistar. La pregunta por el desenlace es inevitable, pero en algún punto in- útil, porque el estallido de rebeldía que se está desarrollando actual- mente en Chile, con toda su heterogeneidad y ausencia de conduc- ción (por el momento), cumple tal vez con una única misión: mostrar un horizonte de posibilida- des que ni el más heroi- co de los triunfos podrá concretar en su totalidad, porque allí radica la po- tencialidad política y la energía creadora de las rebeliones, donde quiera que estas se produzcan. De todas formas, la necesidad de participar en la construcción de ese desenlace obliga a situarse en un terreno más pragmático, asumiendo el hecho de que todas las opciones son viables, desde la radicalización del reclamo social hasta la derechización de la esfera pública, pasando por la muy probable fórmula gatopardista del “todo cam- bia para que nada cambie” por la que esta sociedad chilena ha pasado ya tantas veces. Y, sin embargo, de momento no ha sido poco visibilizar la violencia estructural y la repre- sión como uno de los pilares del neoliberalismo chileno, ni la crítica masiva a un orden social que tiene como base la injusticia distributiva y el mal desarrollo. Un orden soste- nido por una casta político-empresarial que, como pocas veces en nuestra historia, tropieza y nos teme. CLAUDIA ZAPATA Doctora en Historia con mención en Etnohistoria. Académica del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos y del Departamento de Ciencias Históricas de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. de Chile 37

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