Palabra Pública - N°13 2019 - Universidad de Chile

noticias que ganaban lectores y las que los perdían. De esa manera, los editores podían guiarse para des- tacar un artículo más arriba o más abajo en la portada de cada sección de la web y también, de merecerlo, ascenderlo al altar de “Los + leídos”. Por supuesto, la mayoría de los clics no provenían de la propia portada de elpais.com, esa que se elabora con los criterios periodísticos de jefes de sección y directores, que se reúnen dos veces al día y discuten y argumentan para construir la jerarquía de la prime- ra plana que irá a imprenta para la versión en papel y también, de paso, a la portada virtual. Esos clics que atosigaban a los redactores y que dictaminaban la vida útil de un texto, llegaban de las “redes socia- les”, es decir, de la opinión pública, del pueblo, de la democracia, tal vez. Muy bien. Sonaba bonito. So- naba democrático. Sonaba muy horizontal. Cercano. Popular. Los grandes y prestigiosos medios por fin escuchando y tomando en cuenta al ciudadano de a pie. Bien. Y, también, qué raro, qué inquietante, qué per- turbador. Para los hijos, como yo, de aquellos que en los 60 y 70 creyeron en la revolución, los inicios de internet significaron, en algún momento, en los principios de los 2000, una nueva oportunidad para el sueño de nuestros padres. Aunque internet aún era nada, poco más que aquello a lo que costaba horas conectarse y que ruidosa y lentamente prometía una comuni- cación inter-personal-global que sonaba a ciencia ficción, creímos lo que algunos visionarios proclama- ban: que internet daría voz a los que no tenían voz, que ajustaría cuentas con los poderosos, que metería en cintura a los grandes grupos que monopolizaban los medios de comunicación; que democratizaría y liberaría el saber, la información, la opinión, la pa- labra. Los teóricos aseguraban entonces que internet era una especie de sistema nervioso artificial de orden superior, que interconectaba y coordinaba operacio- nes en las que la voz de la colmena resultaba más efi- ciente, más cierta y más afortunada que la voz de cada uno de sus individuos; un sistema que nos permitía pensar como una comunidad, con facultades que su- peraban a la de cada una de sus partes. La revolución de la colmena estaba al caer. Y la colmena, queridos amigos, sería la bomba. Sería capaz de dinamitar la autoridad única de El Periodista, El Editor, El Di- rector, El Periódico, El Magnate. Daríamos la bien- “Aunque internet aún era nada [a principios de los 2000], creímos lo que algunos visionarios proclamaban: que internet daría voz a los que no tenían voz, que ajustaría cuentas con los poderosos, que metería en cintura a los grandes grupos que monopolizaban los medios de comunicación; que democratizaría y liberaría el saber, la información, la opinión, la palabra”. 52

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