La solución, por cierto, debería impedir toda pro-
visión con ánimo de lucro (estableciendo alguna
modalidad de transición adecuada) o mantener la
prohibición para las universidades solamente. En
el primer caso sería razonable un régimen fiscaliza-
dor aplicable a todas las instituciones privadas; en
el segundo, el régimen debería ser aplicable sólo a
las universidades.
Sobre la gratuidad
La demanda por gratuidad terminó siendo la que
resumió todas las demandas que irrumpieron el
2011. Pero precisamente por eso ha habido un es-
fuerzo considerable por confundirla y caricaturizar-
la. Conviene entonces intentar aclarar varias de estas
confusiones, a propósito de las reglas contenidas en
el proyecto.
El sentido de la gratuidad puede estar en la nece-
sidad de financiar la educación de quien no puede
pagársela o en la afirmación de que la educación es
un derecho social. La manera correcta de entender
la exigencia de gratuidad es la segunda, pero el pro-
yecto opta por la primera. Y como las ideas tienen
sistema, una vez que se ha decidido esto hay una
serie considerable de cuestiones ulteriores que que-
dan decididas.
Si se trata de financiar a quien no puede pagar, la
gratuidad será un beneficio focalizado. Así, por
cierto, está tratada en el proyecto. Se ha dicho que
eventualmente la gratuidad llegará al 100%, pero
eso es políticamente imposible, tanto porque las
condiciones para llegar al 100% (art. 48 trans.) son
irreales, como porque el financiamiento con cargo a
rentas generales hará que cada paso que se dé acer-
cándose al 100% va a hacer al paso siguiente más
difícil, dados los costos de oportunidad. Gratuidad
para el 100% sólo es políticamente viable si los re-
cursos utilizados no tienen usos alternativos y para
eso sería necesario que la gratuidad fuera un sistema
de seguro social (un “impuesto a los graduados”).
No falta el que dice, sorprendentemente, que esto
no sería gratuidad, mostrando con eso una peculiar
incapacidad para distinguir impuestos o contribu-
ciones de créditos. La pregunta es si es gratuidad en
el sentido relevante. Si al menos parte de la gratui-
dad fuera financiada con contribuciones de quienes
estuvieron en la universidad, sería un sistema de se-
guro social que asumiría una forma análoga a un
sistema de pensiones de reparto, en que quienes ya
estudiaron contribuirían a financiar a los que están
estudiando.
Gratuidad mediante convenios
El segundo sentido en que la gratuidad no es uni-
versal en el proyecto tiene que ver con que sólo
“entrarán” a ella las instituciones estatales y algunas
privadas. Esto descansa en la insólita idea de que la
ley no puede obligar y sólo puede ofrecer a las ins-
tituciones un contrato, que verán si aceptan o no.
Pero si lo que justifica la gratuidad es el derecho
del estudiante, es absurdo que tal derecho pueda
ser neutralizado por una declaración unilateral de
la institución.
Si la gratuidad es parcial, no hay descomodifica-
ción. Si no hay descomodificación, no hay reco-
nocimiento de que la educación es un derecho. La
gratuidad genuinamente universal se enfrenta hoy
a una extraña alianza: es criticada desde la dere-
cha (que defiende el modelo neoliberal), y desde
la izquierda (que exige que la gratuidad sea sólo
para las instituciones estatales, y que financiarla
con un impuesto especial o una contribución sería
“Una universidad pública sería una en que nadie tendría derecho a decidir
unilateralmente y sin dar cuenta a nadie qué intereses ha de servir. Una
privada, por su parte, sería una en que alguien tiene derecho a tomar
esa decisión. Si el dueño quiere, la universidad estará al servicio de una
ortodoxia religiosa, o política, o económica. En este caso, la institución no
podrá ser una institución que se someta a los ideales de la investigación
libre y la discusión abierta, al menos respecto de ciertas materias”.
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P.P. / Nº2 2016 / Dossier